La otra independencia

(Revista Barriletes, Julio 2016)

El mensaje libertario 
del mbicuré

Por Daniel Tirso Fiorotto - Especial para Barriletes

Miremos nuestra organización social desde la comadreja, el mbicuré como la llamaron en nuestra región. Será un modo de recomponer lazos con la naturaleza y ver qué dice nuestro olfato del hacinamiento al que fuimos empujados por el menosprecio, y del que podremos liberarnos desde el marsupio.

El mbicuré (también zarigüeya, Didelphis albiventris) debiera recibir nuestra atención, incluso una distinción si cabe, por antiguo y sostenido en sus caracteres durante millones de años, preexistente, anfitrión.
Este fósil vivo, sin apuros, es la expresión aquí, sin embargo, de lo oscuro y despreciado. Destriparlo con el auto resulta de lo más común. La masacre en las rutas no conmueve a muchos. Tampoco conmueve el hacinamiento de los humanos que sobran, como el mbicuré. Vidas paralelas.
Eso es fruto del maltrato de la especie humana a algunos de sus semejantes que no le “sirven”, que no se rinden a sus pies ni le hacen gestos de subordinación. Sea mujer, hombre, niño, comadreja.
El mbicuré paga su indiferencia con la vida, y hay dos razones principales: nuestra soberbia y nuestra ignorancia. Mirar desde arriba y servirnos nos ha embrutecido. En un mano a mano, en cambio, podemos entendernos bien con un pájaro, un árbol, una mariposa. No frente-al paisaje sino en-el paisaje.


Quién es ladrón
Nos detenemos hoy en uno de los mamíferos sudamericanos más antiguos, de una variedad de marsupiales que habitaron este sur del Abya yala (América), algunos de cuyos parientes andan a los saltos hoy en Australia.
Dueña de la noche, la comadreja compite con el humano por los alimentos, y por eso es considerada “ladrona” por una de las partes en conflicto: nosotros.
Mirarnos desde el mbicuré, señora, señor subalterno del monte nocturno, es una forma de ubicarnos en ese mundo sin prensa, sin propaganda, en las grietas, en un lugar sin categoría, la hedionda Abya yala que parece entregada y sin embargo resiste en los huecos. Hedionda según la categoría de Rodolfo Kusch, arraigada, honda, bellamente olorosa a monte, río, vida y lucha.
La sociedad desprecia al mbicuré como las altas casas de estudio suelen despreciar los saberes antiguos que huelen mal a la nariz parada.
Dicen los que conocen bien al mbicuré (pequeño cerdito en guaraní) que es una madre capaz de arriesgar su vida por cuidar un cachorro. Mensaje adicional, por si hacía falta.
De este compañerito habló maravillas Marcos Sastre en El Tempe Argentino, y ha sido el centro de poemas memorables del criollo como en Guacho, de Claudio Martínez Payva. “Tuita la cría se le añuda encima, chillan, caminan, l’ahugan con la cola y denguno se cái ni se lastima y carga, con los sais, la madres sola..!” Es decir: ha estado en nuestras vidas, el ruido la alejó.
Nosotros nos detenemos hoy en esa figura incomprendida para mirar al mbicuré y al humano en este sistema que tiene a las mayorías amontonadas, porque sobran.
Como el mbicuré, nosotros fuimos extirpados del paisaje. Molestamos en la mesa de los grandes negocios. El destierro es nuestro camino, y así hemos naturalizado el confinamiento, privados de horizontes.


El diálogo ausente
La tala rasa destruyó miles de especies, millones de ejemplares y erosiona gravemente el suelo como permite el desembarco financiero contra los intereses del campesinado, el pueblo.
El mbicuré, aplastado a la vera de la ruta, el humano hacinado en los barrios: el destierro es norma.
Lugares sobran, pero fueron usurpados por el capital. Cálculos, máquinas, títulos de propiedad, con la venia del estado, se adueñan de anchos retazos del planeta con una gestión de media hora, y expulsan así a sus hijos de millones de años.
El humano y el mbicuré son complementarios, pueden convivir de maravillas, y deben hacerlo porque en el lenguaje revolucionario charrúa “naide es más que naides”. Pero el sistema destruye el hábitat del mbicuré, lo desplaza y también destruye las casas del humano, es decir: estamos probando de nuestra propia medicina. “Montoya, pago pa’ guapos ande triunfa el que se emperra, y les pongo de testigos a un centenar de taperas”, dice Aldo Muñoz, canta Carlos Santa María.


Racismo
Claro que el sistema llega bien adornado. Entonces, a la vez que desarraiga a las familias y comunidades y las destierra, las obliga a reclamar derechos urbanos más o menos naturalizados, sin advertir que ya fueron pintados por el racismo: el hacinamiento es una marca del racismo (como el tono de la piel, o la religión en ocasiones).
Los males del hacinamiento se ven mejor desde los saberes antiguos de este suelo, menospreciados también como el mbicuré.


Antigua luz vigente
Muchos de los pueblos del Abya yala (América) coinciden en que el humano no puede desplegar sus potencialidades sino en diálogo con la naturaleza, en una armonía que en el altiplano llaman sumak kawsay, en la selva tekó porá, vivir bien; en el tekohá, el pago de uno, entre los árboles; y sin competir con los demás sino compartiendo con una visión de complementariedad (yanantin).
El humano desarraigado pierde su complejidad, sus historias, sus puentes con la naturaleza y los oficios, su modo de conocer.
A veces la mujer y el hombre se tornan depresivos, resignados, cuando no se construyen una coraza de violencia.
Escuchar el murmullo del agua, el trino de los pájaros, poder gozar de un amanecer, cultivar el suelo, recolectar unos zapallos, unos choclos, unos huevos, caminar a la sombra de los algarrobos, los sauces, cultivar la confianza, la amistad y la verdad en las mateadas, son remedios naturales para nuestros pueblos. Remedios vedados en el hacinamiento.
Las chicas y los muchachos entrerrianos tienen derecho a saber que sus comunidades fueron encarceladas en barrios porque sobraban.
Unos pocos banqueros, terratenientes, industriales, grandes propietarios de shopping, multinacionales, etc., usurparon la superficie. El que tiene 100.000 hectáreas es jefe, el de 500.000 entra y sale de la residencia presidencial como dueño. Así es con gobiernos de (en apariencia) distintos signos partidarios. A no engañarse. Todo tan lejos de la cola enroscada del mbicuré.


Silencio que aturde
Las rejas no están en la periferia sino en el centro de la conciencia. El sistema nos hizo sordos a esa sinfonía del suelo, la lluvia, el monte, el río; poco tenemos que ver, así, con los alimentos, las herramientas, los ciclos, la vida plena.
Pero soñemos con volver a mirar los atardeceres, servir en la mesa los frutos de nuestra huerta, abrir un campo a nuestros niños y jóvenes, disputar los espacios a los que se adueñaron de todo. Qué linda excusa para vivir ¿no?
Miremos desde nuestro nidito, por las rendijas, miremos con los ojos del mbicuré. Nuestro silencio será fértil como el suelo que nos espera.
El hacinamiento es la jaula de las sobras. Si devolvemos a la hormiga un lugar, al pez un lugar, al mbicuré un lugar, habrá un lugar que nos llame amorosamente.
Entonces brotará solo, sin forzar nada, el clamor por una nueva libertad de vientres, que salve a los recién nacidos de la opresión, del aislamiento, del destierro, del ninguneo racista del hacinamiento.
Con la libertad de las gurisas y los gurises veremos volver el color al semblante de toda la vecindad. Con sólo oler la vida comunitaria a lo lejos ya nos vuelve el alma al cuerpo.
La bandera de la banda roja dice independencia, distribución de tierras, conciencia, lucha. Si no es suficiente, venga la energía del sol del altiplano, venga el mbicuré, la comadreja consejera mayor que simplemente calla.
Los números, las medidas dicen lo mismo. Hoy nos detenemos en el amor que no se mide. En la conciencia mbicuré, conciencia comadreja con olor a presente y futuro desde el marsupio de siempre, el tibio marsupio de la Pachamama.




QUISIERA, MBICURÉ


Que mordieras mi mano,
que la mordieras
cuando mi mano fuera por indulgencias
a la veda de caricias.


Quisiera, mbicuré sin nombre, la ocasión
de avivarme en un tajo, beso, irreverencia.


Que sin un nombre impuesto
por los que no te merecemos
mordieras la mano que jamás te convidó y menos
iba a enterrar tu muerte.


Te veo, mbicuré, trepando
con tu carga amorosa. Los ositos trenzados
no dicen en kilo cuánto pesan en miedo.


Erizada en el paraíso con el equilibrio de la resistencia
te guardas en la savia
con una ilusión: que nadie molesta al inocente
si el inocente duerme.
Qué ilusión.


No está en tu corazón la domesticación,
ese es el punto, mbicuré, ¿comprendo?
¿Quién puede ver ofensa, quién dijo ofensa,
en los dientes del traicionado?


Qué no hice, qué no hice para contestar
tu capricho suicida
de no mover la cola en presencia del amo.
Ah, qué hemos hecho.


Cielo y cielito del mbicuré,
yo no te piso, mi cielo,
pasaré solo si pasas, mi cielito, si pasas pasaré.


Urugua Hu

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