[Los cuentos de la arena] - "Una melodía cándida", por Rolando Vitas

Se acercó a su oído entonando una melodía cándida: “A levan-tar-se”, subiendo el tono en la última “a” para luego deslizarse. Era el conjuro. El punto final al horror.
Las mañanas, sobre todo los  amaneceres, la resarcían. Eran el bálsamo necesario. En cambio, las noches eran monstruosas. Es que en la oscuridad se corrompía el aire. Ella lo sabía a fuerza de olerlo. Pero no era de esconderse. Al fin de cuentas, nadie se esconde porque el sol se haya ido. Su experiencia, como da consejos un amigo ya resignado a no ser escuchado, le decía en voz baja que huyera. Sin embargo, cada vez que él llegaba, se le paraba enfrente, ofrendándose, mientras una muñeca sentada en el sillón los observaba. El aire, ya contaminado de alcohol, era un presagio de humillaciones.
Todas las mañanas repetía el rito del canto como si empuñara un talismán. Claro que le costaba disimular los sedimentos de la noche. Por eso, a veces, usaba anteojos oscuros.
Mientras él se vestía para ir al trabajo, la miró y le preguntó si se había caído. Ella, improvisando una representación, dijo que sí, que había sido en el baño y colocó entre ellos un mate a manera de crucifijo. Lo aceptó y sorbió de la bombilla.
De la calle llegaban los ruidos del día. Casi música.
Él era trabajador y, a veces, hasta cariñoso. Pero también estaba el otro, ese otro nocturno, ilimitado y sórdido.
Ahora quería borrar las huellas de la última noche que, intuía, había sido de espanto. Intentaba diluir aquello en un lago de cordura y de rutinas. Hacer real el día y obedecer al predominio antiséptico de la luz.
Ella colaboraba con la ingenuidad del desayuno preparado, con su plan para las compras diarias y con el delantal de cocina.
Él se fue al trabajo con su sombra prendida, una culpa gris, arrastrándose por la vereda.

Cuando pasaron las doce de la noche, ella acomodó el sillón frente a la puerta de entrada y alzó la muñeca. La que pensaban regalarle a su hija, si alguna vez tenían una. La abrazó y quedó esperando su penitencia. Su deber era ayudarlo a llegar al dormitorio, escaleras arriba.
Cuando llegó, la ginebra y la culpa ya se habían encontrado en su puño. La escalera se hizo de espinas.
En el descanso ocurrió lo ilógico: una luz le llegó desde ninguna parte. No cualquier luz, un retazo de mañana, de ilusión. Quiso decírselo pero él estaba concentrado, atento a su puño, a su ahogo. Necesitaba que la viera y lo hizo girar. Un leve empujón fue suficiente.
La luz señaló las contorsiones. El día y la noche luchaban. En esa danza feroz, los reflejos le llegaban tarde, sin posibilidad de equilibrio. Las manchas blancas le invadieron los ojos, desalojando a los fantasmas que solían habitarlos.
Al pie de la escalera, su cuerpo absurdo quedó estático, contradiciendo las formas.
Ella corrió al teléfono y avisó a la policía, primero, y a la ambulancia de urgencias, después. Luego se arrodilló junto a la cabeza caída. Cuando la alzó, le pareció que estaba despegada del cuerpo porque se movía libremente. Acercó sus labios a una mejilla que ya empalidecía.
Cuando podían escucharse las sirenas, le dio un beso menor y entonó: “a levan-tar-se”, subiendo un tono en la última “a”.

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Rolando Vitas - Narrador y poeta nacido en Paraná. Ha publicado tres libros (dos de cuentos y una novela) además de algunas colaboraciones en periódicos y revistas. 

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