Alternativa al ecocidio

Ensayo publicado en revista Barriletes de febrero (Nº 197)

El resurgimiento de los pueblos originarios y de las comunidades campesinas como alternativa al ecocidio

Por Alejandra R. Pérez

Inundaciones descontroladas a causa de los desmontes, seguidos muchas veces de procesos de desertificación; tierras arruinadas por el petróleo; explosión de pozos de fracking; ríos manchados con cianuro; ecosistemas devastados por megaemprendimientos como represas o plantas nucleares; la tierra, el agua y el aire ahogados por los 400 millones de litros de agrotóxicos usados en Argentina. Estos son solo algunos ejemplos de las consecuencias de un modelo económico que se funda básicamente en el extractivismo y en un tipo de posesión de la tierra caracterizado por su concentración en pocas en manos, que tiende hacia una creciente extranjerización. ¿Qué alternativas tenemos para pensar el territorio de un modo más justo y saludable para todos y todas?

Es sabido que el empresario italiano Carlo Benetton posee alrededor de 900.000 hectáreas (equivalente a 19 ciudades de Buenos Aires); el inglés Joel Lewis 14.000 (dentro de las que se incluye el Lago Escondido en la provincia de Río Negro); el norteamericano Ted Turner, fundador de la CNN, 43.000; el supuesto ecologista norteamericano Douglas Tompkins, 90.000, distribuidas entre los Esteros del Ibera (Corrientes) y la región patagónica. Es dueño también de la naciente y la desembocadura del río Santa Cruz, río amenazado por la construcción de una represa. Las compras de esas tierras, plagadas de aspectos oscuros, han derivado en el desalojo de las poblaciones y el cierre de caminos que antes eran públicos.
Vinculado a esto se encuentra el tema de la explotación agropecuaria, en donde si bien las empresas encarnan un 23 % del total, centralizan, según datos del 2002 (ahora estaría mucho más concentrado) el 79 % de la superficie explotada. El restante se distribuye entre las explotaciones familiares, que constituyen el 75 % de las mismas (aunque solo detentan el 18 % de la superficie total) y las explotaciones especiales (conformadas por comunidades originarias y tierras fiscales ocupadas) que representan solo el 2 % de las actividades y ocupan solamente un 3 % del espacio agropecuario.
Pero, ya sea extranjero o nacional, el problema principal reside en el tipo de explotación que predomina en la agroindustria. Propuesto por la “Revolución verde”, éste se sujeta a paquetes tecnológicos de corporaciones multinacionales como Syngenta, Cargill o Bayer-Monsanto. Los mismos se componen de fertilizantes, agrotóxicos (llamados eufemísticamente, fitosanitarios) adaptados a las semillas genéticamente modificadas (MG) –y cuyo uso está prohibido en muchos países–, alteradas con el fin de que puedan resistir a determinadas plagas o tolerar los herbicidas que fueron desarrollados específicamente para estos MG. Las presentan como una solución para la industria agropecuaria, pero en verdad plantean globalmente más problemas que soluciones (http://ecoosfera.com/2012/10/semillas-modificadas-geneticamente-o-agricultura-organica/). Por un lado, aún la ciencia no ha podido determinar cuáles podrían ser las consecuencias de la introducción en nuestro organismo de alimentos transgénicos. Y por otro, la dispersión del polen de las MG hace peligrar la subsistencia de las semillas criollas al hibridarse con aquellas.
El uso de fertilizantes químicos, de pesticidas, de fungicidas y de herbicidas –los cuales cada vez deben ser más fuertes o sus dosis deben intensificarse porque las “malezas” se hacen resistentes a ellos–, convierten a la tierra en una drogadicta que no puede producir sino se le incrementa las dosis de tóxicos. Estos venenos también entran en contacto con el trigo, el maíz, la soja y otros alimentos que, procesados o no, llegan luego a nuestra mesa en forma de “alimentos” (http://www.centromandela.com/?p=20521); o son traídos por el viento, cuando se realizan fumigaciones aéreas; se infiltran en las napas subterráneas de agua y llegan a los ríos, a través de los afluentes que recorren nuestras provincias; o se evaporan y vuelven a la tierra en forma de lluvia. A esto se le llama la deriva de los agrotóxicos.

Un modelo económico expulsor
La “revolución verde”, que se inaugura en nuestro país en la década de los 90, tampoco cumplió con su promesa de cubrir las necesidades alimentarias del mundo. Por el contrario, la brecha entre ricos y pobres sigue aumentando. De acuerdo a la ONU y al Programa Mundial de Alimentos, cerca de 795 millones de personas “no tienen suficientes alimentos para llevar una vida saludable y activa. Eso es casi uno de cada nueve personas en la tierra”, de las cuales, la mayoría viven en países subdesarrollados, “donde el 12.9 % de la población presenta desnutrición”. Además, es un modelo de desarrollo económico expulsor. Si bien faltan los últimos datos (este año se haría un nuevo Censo Agropecuario), los números del Indec demuestran que entre 1998 y 2002, fueron expulsadas del campo 103.000 familias, como una de las consecuencia directas de la tecnificación creciente de este modelo productivo, en el que la máquina desplaza a la mano de obra, mientras que el trabajador rural permanece sumamente precarizado. Y, si bien no habría datos actualizados, se supone que esta tendencia a la expulsión ha ido en aumento a medida que los procesos de concentración del capital agrario –de  la mano de la sojización– se ha ido intensificando.
El avance de la soja ha significado la ampliación de las fronteras agropecuarias que han ido desplazando, todavía aún más, a las comunidades originarias (wichi, qom, tobas, guaraníes, etc.) que permanentemente son desalojadas de sus tierras, a pesar de que el artículo 75 inciso 17 de la Constitución Nacional reconoce su preexistencia étnica y cultural, garantiza el respeto a su identidad, la posesión y la propiedad comunitaria y la regulación de entrega de tierras aptas para su desarrollo. A pesar también de las leyes nacionales tendientes a proteger sus derechos. Entre ellas, podemos contar la 23.302, sobre Política Indígena y apoyo a las Comunidades Aborígenes, la 26.160, de Emergencia Territorial Indígena que, en teoría, reconoce el derecho de estos pueblos al acceso a la tierra y evitaría el desalojo de los mismos; y la adhesión a los tratados internacionales, como el 169° de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) o la Declaración de las Naciones Unidas (2007), ambos tendientes a reconocer “los derechos sociales, económicos y culturales de esos pueblos, respetando su identidad social y cultural, sus costumbres y tradiciones, y sus instituciones; y a no emplearse ninguna forma de fuerza o de coerción que viole los derechos humanos y las libertades fundamentales de los pueblos interesados”.

Algunas consecuencias tangibles
Julia Colla (Conicet) aborda los aspectos sociales de los productores del Chaco. Hace más de cuatro años que está investigando las comunidades Wichi y Qom. Específicamente, sus estrategias de resistencia –productivas, étnicas y territoriales– ante el avance del capital. En su trabajo de investigación en proceso ha logrado determinar algunas de las consecuencias sociales que acarrea este modelo productivo a gran escala, desarrollado en los últimos 20 años. Una de ellas ha sido la expulsión de aproximadamente 60.000 familias de las zonas rurales del Chaco. Específicamente, este avance se dio sobre los territorios que ancestralmente estaban ocupados por comunidades originarias wichi y qom, que han sido desplazadas en procesos de “arrinconamientos” hacia territorios sin acceso al agua, en espacios con “problemas estructurales para producir”, incluso para “autosubsistir”. Han sido obligados a vivir en condiciones de extrema pobreza y hacinamiento. Esta es una situación que se repite en diversas provincias de país –aunque las mismas no sean cubiertas por los medios nacionales–. Allí las fuerzas de “seguridad” (policía, gendarmería, grupos para-policiales o matones pagados al servicio de los terratenientes) cómplices de la agroindustria ignoran deliberadamente las leyes nacionales y los tratados internacionales, irrumpiendo periódicamente en los territorios habitados por las familias o comunidades. Solo el año pasado hubo innumerables ejemplos, como los que sufrieron la comunidad guaraní Takuá Poty (municipio de San Vicente, Misiones)  en la que cinco gendarmes los instaron a dejar su lugar; los  sufridos por la comunidad de Sin fronteras del Pueblo Lule Vilela, Salta, donde unos treinta policías y el juez de paz de El Quebrachal irrumpieron violentamente junto a “paramilitares” el mismo día que se trató la prórroga 26.160 en Senadores; el desalojo de una comunidad mapuche en Vaca Muerta, donde se quiere instalar la industria ecocida del fracking y donde ya las petroleras vienen aniquilando el ambiente; las amenazas que vienen sufriendo la Comunidad Pillán Mahuiza, en Corcovado; el despojo de sus tierras de 30 familias wichis del municipio de Embarcación, al norte de la provincia de Salta, al igual que ocurren en las comunidades de Formosa, donde son constantemente reprimidos y obligados a vivir en territorios que no poseen agua; el vejamen que se hizo con la comunidad de la Vuelta del Río, donde además de ingresar violentamente la policía con la excusa de hacer pesquisas sobre la desaparición de Santiago Maldonado, fueron incendiadas casas de esa comunidad mapuche-tehuelche; y por supuesto, las sufridas por la comunidad mapuche de Cushamen, víctimas de la represión estatal y de la criminalización, a partir del reclamo de sus tierras ancestrales (http://www.celag.org/enemigo-ima-originario/). Estos son solo algunos de los ejemplos, pero sabemos que hubo casos de torturas, asesinatos, desapariciones que vienen desde larga data. Los asesinatos Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel durante el conflicto mapuche por la recuperación de sus territorios originarios, han permitido hacer visible, solo en parte, tanto esta problemática como la resistencia de estos pueblos por la sobrevivencia de su cultura y su lengua. La estrategia neoliberal, por su parte, ha sido la de criminalizar todas estas luchas que llevan adelante los pueblos campesinos e indígenas que se van organizando ante el avance del capital nacional e internacional.


Organización de comunidades campesinas e indígenas
La criminalización de parte del Estado favorece al capital deseoso de apoderarse de los diversísimos recursos naturales que posee nuestro país, especialmente el agua, y puede tener su origen en el conocimiento de que estos pueblos se están organizando en forma solidaria para poder seguir subsistiendo. En efecto, desde hace algunos años atrás se han ido conformando diversas organizaciones, tanto de comunidades originarias como de movimientos campesinos e indígenas. Los primeros buscan recuperar sus tierras y rescatar sus raíces, su cultura, su lengua, su medicina y sus técnicas de agricultura ancestral que respeta los ciclos de la naturaleza y que no necesita de agrotóxicos para producir. Además, en Latinoamérica y Argentina, los pueblos originarios, entre los cuales se encuentra la nación mapuche, han puesto el cuerpo e incluso la vida en contra de las actividades extractivistas contaminantes, como la minería a cielo abierto, el fracking, el petróleo y otros megaemprendimientos que están devastando los hábitats naturales. Así, defender el derecho a la autodeterminación de estos pueblos que pugnan por un país pluricultural es bregar también por la supervivencia de nuestro planeta.
El resurgimiento de los pueblos tiene su correlato en Entre Ríos donde, desde 2008, el Pueblo Nación Charrúa ha comenzado a reorganizar sus comunidades,  su identidad, su medicina ancestral, su lengua y sus ritos, intentando restituir sus territorios en localidades como Villaguay, Federal, Maciá o Victoria. También a nivel nacional se han organizado movimientos campesinos e indígenas, de base solidaria, como el Movimiento Nacional Campesino e Indígena (MNCI) o el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE). Ambos tienen como objetivo seguir produciendo en forma sostenible y sustentable, con técnicas ancestrales de cultivo diversificado –es decir, que se opone al monocultivo– o adoptando la agroecología y tratando de recuperar y preservar las semillas criollas, considerada patrimonio de los pueblos. Como forma de resistencia ante el avance ecocida del agronegocio, han desarrollado una serie de estrategias de recuperación de tierras y de comercialización de productos a precio justo, teniendo como bandera de lucha el principio de la soberanía alimentaria.



Alternativas al modelo agrotóxico
En Argentina, entre los años 97 y 2015, hubo un aumento del 244 % en el uso de agrotóxicos. Podemos decir que el paquete tecnológico de la soja, cuyo único móvil es la rentabilidad, es el paquete de la muerte, si consideramos la destrucción de los suelos, a partir de la compactación por el uso de maquinarias, la pérdida de su fertilidad y la destrucción de ecosistemas asociados con el uso de los agroquímicos (https://www.youtube.com/watch?v=eiGu9xw2zrQ). Paquete de la muerte, como lo demuestran los campamentos sanitarios de la Facultad de Medicina de la Universidad de Rosario o el Hospital Italiano, realizados en Villa Elisa, Basavilbaso, San Salvador de Entre Ríos o en otras localidades del país, donde el crecimiento de los casos de cáncer y otras enfermedades han llegados a límites alarmantes. Este es un modelo que tiene fecha de caducidad: se terminará el día en que se acaben los recursos, el día en que la pacha o la mapu, degradada, asfixiada, ya no pueda dar frutos.

Sin embargo, como vimos, existen alternativas a este modelo que se propone como único: la del retorno al campo, recuperando lo que hoy se conocen como técnicas agroecológicas, generadoras de puestos de trabajo. O también la de apoyar la lucha de los pueblos originarios que defienden la biodiversidad y que proponen técnicas productivas que respetan a la mapu o a la Pacha mama, fuente inagotable de medicinas y frutos.


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