Nota de tapa


La distribución de la renta agraria y sus gestores. A diez años del lock out agropecuario.

Por Juan Pascual*


El 11 de marzo de 2008 se inició la crisis institucional más dura del orden democrático reciente, con el lock out agropecuario que se extendió hasta el 17 de julio de 2008. Se puede recordar a Aldo Rico, a La Tablada o a Seineldín: en todos los casos estos alzamientos armados y su mayor saldo de muertes se situaban por fuera del sistema político, por derecha o por izquierda lo tomaban por asalto. El conflicto por el reparto de la renta agraria planteó otro tipo de cuestionamiento: el de los límites constitutivos de la definición del orden civil y la democracia, el de sus bordes y el de cómo se rozan con la sedición, la disolución de la representación parlamentaria, el corporativismo y la definición misma de ciudadanía.





El alzamiento masivo del 2008 traía dentro de sí dos cuestiones centrales más, que también quedaron saldadas en dicho momento. La primera fue hasta qué punto el Estado podía poner en discusión su poder de extracción y distribución de la renta; cuánto puede extraer, a quiénes y para quiénes. Los productores de la renta marcaron su límite. Y allí está la segunda cuestión: la aparición de un nuevo sujeto, en ropajes viejos, atávicos, folklóricos.
La complejidad de la tecnología agropecuaria ya había provocado un vuelco completo en el trabajo rural. Cultivar la tierra ya poco tenía que ver con la naturaleza y sus tiempos, o con las manos callosas y los tronantes tractores. Acaso el gran público lo desconocía, no el gobierno de entonces que viajaba en feliz acuerdo con el zar de la soja Gustavo Grobocopatel a vender el modelo rural argentino a Venezuela.
Cuando Monsanto logró que la soja resistente al agroquímico Roundup (soja RR) fuera autorizada en Argentina en 1996, se cultivaron 37.000 hectáreas con esta semilla. El maíz genéticamente protegido de los insectos comenzó su camino local en 1998, en 13.000 hectáreas. Ambos cultivos en 2005 cubrían 14.058.000 y 2.008.000 hectáreas, respectivamente. En 2008, cuando explotó el conflicto conocido como la 125, la soja RR, un producto cuya hidalga tradición nacional tenía poco más de 10 años, cubría más de la mitad de la superficie cultivada: 16.900.000 hectáreas.
Fertilizantes, semillas y herbicidas son claves en la multiplicación histórica de los rindes por hectárea. En empresas como Syngenta o Monsanto, en el poder de su capacidad de creación tecnológica, está el verdadero mando económico sobre el modelo agropecuario. Ellas eran “el campo” en verdad: su núcleo concreto. Integran, organizan y posicionan dentro de sí a todo aquello que se les relacione: desde el precio de la tierra hasta el tamaño de la tolva. Cuánto, cómo, a qué escala, con qué y a qué precio se produce varía de acuerdo a qué nuevo organismo genéticamente modificado sea la novedad.
La única forma de no ser absorbido dentro de este régimen de innovación acelerada es sencillamente salir del esquema productivo, por marginalidad o por simple desaparición. Total mando: sólo un movimiento de este capital tecnológico implica aumentos o descensos de los precios de la tierra y los arriendos, produce variaciones relativas y absolutas de los rindes, induce cambios frenéticos de centenarias tradiciones productivas, exige la transformación de todas las herramientas de siembra, cosecha y almacenado y profundiza su capacidad de explotar toda la masa de trabajo que está bajo su égida.
El diseño biogenético y el desarrollo químico hicieron de las antiguas plantas, abonos y desmalezamientos una única entidad más cercana a la tecnología requerida para producir un celular que a otra cosa. A la vez, los antiguos productores y dueños de la tierra pasaron a ser, en el fondo y gustosamente, unos súperbienpagos maquiladores del grano, por medio de la industrialización de una serie de procesos dominados, ya no por la naturaleza, sino por la innovación técnica que manejan los verdaderos dueños del mercadito, las empresas de capital tecnológico. Toda esta madeja ocultaba los alaridos agudos de Alfredo De Ángeli y sus chacareros.

Nace el campo

“Le dije al gobernador Uribarri que parara a los camioneros porque en las camionetas lo más chico que teníamos era un cuchillo para carnear asado”. “Estábamos preparados para resistir: había escopetas, carabinas, de todo. Los camioneros no se movieron por eso. Les íbamos a hacer la pata ancha”. “Hasta diez o doce motosierras habían llevado por si venían más pesados. No íbamos a avanzar. Nos íbamos a defender”.
Petiso, pícaro, brutal y desdentado. Alfredo De Angeli era el arquetipo de un sujeto que nació a mediados de los ‘90. La propaganda le puso de nombre “el pequeño productor”, en la calle se lo llamaba “el campo”. Toyota Hilux, avión mosquito, fumigaciones a lo bonzo, infancia telúrica en una ruralidad que ya no existe más, presente de trabajo en negro masivo, exposiciones anuales organizadas por los grandes medios. Dueños viviendo en la ciudad, tierras manejadas por grandes pooles. La Sociedad Rural, en pleno Palermo porteño, paseando animales olorosos para el más selecto público ataviado de Cardon, que sabe perfectamente a quién se aplaude y a quién se abuchea.
La dádiva nunca es mucha y siempre se olvida. Según la Federación Agraria, en 2002 existían 44 mil pequeños productores rurales endeudados con el Banco Nación. Para 2009 esa cifra se había reducido a 3000. En el medio, los efectos de la devaluación y el boom en los precios de los alimentos ayudaron a muchos. También, en 2006, el gobierno había suspendido la pila de remates de campos que podría haber hecho el Banco.
El gobierno de entonces –que ya era definido por la propaganda como autoritario– sólo ejerció una práctica represiva abierta (torpe e ineficaz) en el desalojo de la ruta 14 a Gualeguaychú, con televisación en vivo de la resistencia de De Ángeli y sus chacareros, el 14 de junio. Fueron llevados en andas por una dotación de Gendarmería que no escopeteó ni tiró gas alguno, y a las pocas horas ya habían sido liberados todos. Hubo también incidentes paraestatales: una trompada de Luis D’Elía y empellones de los hombres de Guillermo Moreno en plazas de Capital Federal, paradas amenazantes de camioneros movilizados por Hugo Moyano en la ruta. También, numerosos excesos verbales en un clima irritado. Pero no mucho más.
El lock out agropecuario, por su parte, fue un piquete que se extendió en las rutas principales de Santa Fe, Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos, Santiago del Estero, La Pampa principalmente, durante más de 100 días, con desabastecimiento de alimentos (y la primera escalada inflacionaria fuerte desde 2002), hombres armados en la ruta, apoyo en bloque del grueso de los medios de comunicación que inició el decadente camino del periodismo de guerra, ataques físicos públicos y amenazas sin disimulo a figuras de diversas fuerzas políticas, en diferentes niveles, un incendio que sumió a Buenos Aires en casi una semana de humo. Un muerto.
Lento de reflejos, el gobierno tardó en enviar al Congreso el tratamiento de la resolución 125. Durante el debate, esa resolución se modificó punto por punto ajustándose a los pedidos de la Mesa de Enlace. Después de ser aprobada en Diputados, la violencia en la protesta de los chacareros continuó. Y fue fundamental para que se lograra el voto no positivo del vicepresidente de la Nación: la Mesa de Enlace no dejaba de repetir en todo momento que si el resultado no se ajustaba a sus deseos la protesta iba a continuar, pese a que la 125 que se votó en el Senado no tenía absolutamente nada que ver con la 125 que el ya renunciado ministro de Economía Martín Lousteau había pergeñado en marzo.
Lo dijo el más peludo de sus machos, Mario Llambías, líder de las Confederaciones Rurales Argentinas: “una cosa son los votos y otra cosa es la solución del conflicto”. Lo dijo el coqueto Luciano Miguens, de la Sociedad Rural: “ganemos o perdamos mañana, esta medida no va a poder continuar”.
Un acto de violencia civil no es sedición si vence sobre las formas republicanas del orden democrático existente. Una imposición corporativa armada sobre la representación formal de los ciudadanos –amenazar a un diputado– deja de ser una apretada si los representantes ceden en nombre de la paz. Es decir, si son derrotados no en sus convicciones, sino en el ejercicio de la naturaleza misma de su función. Una sedición corporativa violenta si es victoriosa si se llama gesta nacional, acaso patriada. Vale repasar cómo los medios gubernamentales recuerdan lo sucedido.

Por el poder

El lock out patronal agrario puso en tela de juicio las variables principales de la economía y desnudó cuáles eran las fuerzas políticas reales y hasta dónde pueden operar. El campo se definió a partir de su propiedad –eso fue la Mesa de Enlace– y de la actividad cerealera. Todo lo demás –el tambo santafesino, el productor de manzanas de Río Negro, el criador de chivos– y todos los demás –el peón casa adentro y su hijo banderillero del avión mosquito– quedó afuera o para después, en furgón de cola. El triunfo del campo no fue frenar la 125, sino demoler las condiciones de la discusión: el campo son los gestores de la producción transgénica de alimentos y debe hacerse lo que ellos quieran y su fuerza corporativa de demanda es superior a cualquier orden institucional porque el campo –sus propietarios– son el corazón institucional del orden.
Los ruralistas pueden hacer cosas que los sindicalistas no pueden. El avance del Estado sobre los mercados tiene un límite: la renta agraria y su sujeto. Qué novedad. De ahí que la primera medida de la era Cambiemos fue convertir en ley ese triunfo, quitar las retenciones, dándole formalidad a ese salto al siglo XIX con tecnología transgénica y Round Up para todo el mundo. Cambiemos rinde total tributo a los verdaderos campeones de su triunfo, la entrega del Ministerio de Agroindustria a dos hombres de la Mesa de Enlace, Ricardo Buryaile primero, y el presidente de la mismísima Sociedad Rural, Luis Etchevehere después, demuestra que el Estado no tiene una política agraria sino que la renta agraria tiene mando sobre el Estado. Buryaile, como vicepresidente de Confederaciones Rurales, lo expresó con más transparencia hace 10 años: “si los legisladores ratifican las retenciones hay que disolver el Congreso”.
Fue un punto de quiebre. Y ese quiebre fue a todo o nada, porque estaba en juego mucho más que el dinero. De hecho, no era eso lo que se discutía. El patético dirigente de la Federación Agraria, Eduardo Buzzi, lo reconoció tres días después de la votación del Senado: “El más chico está peor que hace una semana”.




A todo o nada

Despejando los piquetes y los interminables tractorazos, la protesta rural franqueó límites constitutivos. Ose imaginar a un sindicato haciendo lo mismo y luego ríase. Estas son apenas unas muestras:
• En inmediaciones de San Genaro, Santa Fe, a fines de junio de 2008, un micro de Flecha Bus tuvo que tomar una ruta alternativa por un bloqueo. El colectivo iba a Tucumán, volcó en el intento de eludir el piquete. Los 35 pasajeros del transporte fueron asistidos por 15 ambulancias. Dos ambulancias que llevaban a cuatro personas a un sanatorio privado de San Genaro fueron interceptadas por ruralistas que arrojaron sobre el asfalto una rastra y que con distintos elementos rompieron sus vidrios.
• A mediados de abril, en la zona de islas de Las Lechiguanas, al sur de Entre Ríos, se inicia un excepcional incendio forestal de proporciones nunca igualadas. El humo recorre cientos de kilómetros y llega espeso hasta la Capital Federal e incluso, el Uruguay, durante varios días. Se suspende el tránsito por la autopista que lleva a Rosario durante dos días. Con el debate en el Congreso, se suceden los diálogos republicanos con los representantes del pueblo.
• El presidente de la comisión de Agricultura en Diputados, Alberto Cantero, descansaba en su casa de Río Cuarto, Córdoba, cuando desconocidos arrojaron pintura blanca sobre la fachada de la vivienda. Días antes, su esposa Mabel recibió una llamada en la que aleccionaban a su marido a votar contra la 125: “si no lo hace, le va a pasar algo a él o a su familia”.
• El gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, recibe huevazos apenas comenzado el conflicto. Lo mismo sufre el diputado Agustín Rossi, el senador provincial Carlos Mosse, y los intendentes de Trenque Lauquen, Bragado, Capitán Sarmiento, Gualeguaychú, entre otros.
• Puntualmente, Rossi cobró varias veces, incluso mucho después de la 125, cuando tuvo que salir corriendo de Laguna Paiva. Sólo como muestra, en su casa de Fisherton, fue escrachado durante el conflicto por cien personas comandadas por el presidente y el vice de la Sociedad Rural de Rosario, Jorge Ugolini y Miguel Calvo.
• Uno de los votos cruciales para que se dé el empate en el Senado fue el del santiagueño Emilio Rached, un radical K. Es que sus vecinos de la localidad de Pinto se acercaron a escrachar la casa de su madre, Fanny Simón de Rached. Cuando conoció el incidente, el senador se retiró del recinto y luego volvió, con su voto negativo decidido.
• No era algo que se negara. A fines de junio, Eduardo Buzzi advirtió sarcásticamente que “Este fin de semana vamos a visitar a los legisladores a sus casas. Queremos tener con ellos una discusión fraternal y democrática”. Poco antes, el entrerriano Alfredo De Ángeli había sido más directo: “Nuestros legisladores votarán por sus pueblos y si desconocen sus orígenes, los hombres del campo les enseñaremos a legislar”.
• También cobraban los chiquitos. Por ejemplo, el concejal Gustavo Traverso de Junín, que en mayo denunció un ataque en su domicilio particular que incluyó huevazos y piedrazos por parte de los ruralistas. O el titular de Fedecámaras, Rubén Manusovich, que en Gualeguaychú fue rescatado de un piquete por la propia Gendarmería: primero lo insultaron, luego le arrojaron agua y terminaron golpeándolo.
• Otra vez huevos y cascotes, esta vez con choclos, recibieron los diputados tucumanos Alfredo Dato y Gerónimo Vargas Aignasse en sus viviendas, en julio.
• También en julio el dirigente Edgardo de Petri aguantó un escrache en el comedor Quorum, en las proximidades del Congreso. Hubo puteadas y golpes.
La lista podría extenderse mucho más, los casos fueron innumerables y los registros carecen de sistematización por una razón: en ese momento estaba firme la decisión de no judicializar esos hechos. No hubo denuncias.
Los casos más desaforados fueron recopilados por Fernando Krakowiak en Página/12, la lectura detallada merece atención. Los ruralistas frenaron dos veces, con agresiones en ambos casos, a un automóvil que llevaba a una embarazada en pleno trabajo de parto. Los ruralistas en demasiadas oportunidades golpearon a los conductores trabados por los piquetes. Los ruralistas balearon camiones de hacienda, transportes de mercancías, hasta colectivos.
Los ruralistas impidieron dos veces el paso de una ambulancia que llevaba a Natalio Porta, un cordobés de 64 años en plena crisis cardíaca. Porta tuvo que recorrer casi 150 kilómetros de más –fueron dos los cortes que tuvo que evitar– para llegar a un hospital. Un patrullero fue a buscar la ambulancia al último corte.
Porta murió en el hospital de Villa María.
Fue un 24 de marzo.

Quién puede qué

La línea que separa qué fuerzas pueden alzarse de ese modo, o no, la expresó el cerebro del conflicto, apenas empezó. El 21 de marzo, en radio Mitre, Hugo Biolcati, vicepresidente de La Rural, explicó la legitimidad de la protesta con una indicación: hay que “mirar el color de la piel de los que están haciendo” los piquetes.
Forma parte de nuestro imaginario la afirmación de que en Argentina no hay problemas de racismo. Crisol de razas, nos decimos. Inclusive, dentro de esa misma imagen, se admite que hubo un par de problemitas serios (y excepcionales) como los regimientos de negros en la guerra al Paraguay y la avanzada del Estado sobre la Patagonia de la mano del ejército de Roca. Tras ese asentimiento, se supone que nada más pasó.
El reconocimiento de la existencia de una parte salvada y protegida es lo que en Argentina supimos suprimir eficazmente, sobre todo a partir del encorsetamiento del discurso sobre el otro a dos lugares muy propios. La casa, como espacio de enunciación, es uno. El alma, como objeto del enunciado, es el otro.

Negros. Hasta hace poco, el uso del término negro se restringió casi exclusivamente al ámbito de la comunicación privada. Negro se decía y se escuchaba sólo entre conocidos; quien alegue no haberlo hecho nunca demuestra una hipocresía inverosímil. Negro, claro, es el modo de llamar a la población-gangrena, a su cultura y su sociedad de negros, a sus actividades económicas de negros. A su política de negros. Cosas de negros, se dice, se escucha en el calor de la casa, en las voces de la familia o de los amigos, apuntando hacia un afuera. Negros de mierda es un grito conocido. Habitual.
Sin embargo, inmediatamente se admite la no negritud de los negros. El problema no está en el color, está en el habla, en los gestos, en los modos. En el tono de la voz. En esas ropas. No se usa negro, dice quien dice negro, porque se tenga algo contra los negros de piel. La piel, los rasgos visibles de los pobres, los marginados, los excluidos, no son negras. No son negros, pero son negros. El dilema se explica fácil. Son negros de alma.
La duplicación es evidente. Se liga un fenotipo a una desviación (racismo clásico) que a su vez se vuelve una esencia espiritual trascendente, alma, por estar fuera de la historia, en el caso de quienes no poseen ese rasgo. El pase de manos tiene su sentido. Aventuraremos un breve relato al respecto.
La invención de una tradición nacional ligada a la tierra y a las costumbres campestres es un producto de la reacción de la oligarquía local frente a las costumbres importadas por los inmigrantes europeos que inundaron las ciudades a comienzo de siglo. No sólo se trataba de nacionalizar a las masas a través de un mito fundante, de la conscripción obligatoria y de la escuela pública; había también que demarcar quiénes eran los argentinos de pura cepa y quiénes eran los intrusos. Es con la inmigración, y como reacción, que cuajan en un mismo punto la propiedad de la tierra diseñada por Roca, el ejército nacional y el escolarizado Martín Fierro (quizá la mayor operación política local lograda desde la crítica literaria, producto de las conferencias de Leopoldo Lugones por el Centenario). “Negros” en ese entonces eran los “gringos”. Habrá que esperar hasta mediados de siglo, hasta los aluviones de “cabecitas negras” en Buenos Aires, para que emerja el formato actual de segregación. ¿Quiénes son, entonces, nuestros negros?
El dato genético posee, en este caso, fuerza explicativa. Más allá de que los afroargentinos son una realidad que superó a la guerra del Imperio Británico y de Mitre, más de la mitad de la población argentina posee, entre sus ancestros menos o más cercanos, a un indio americano. El Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de Buenos Aires, a partir del análisis de casos en 11 provincias, lo estableció en 2005: el 56% de la población tiene rastro genético amerindio.
O sea, se le dice negro al descendiente del indio. Se le dice negro al mestizo. Al descendiente de indio que se mudó a la ciudad. Se le dice negra a la piel trigueña que se quema o congela bajo el techo de chapa de una casilla de Santa Rosa de Lima, se le dice negro al hombre de linaje toba que vive entre los chanchos en el barrio El Chaquito. Se les dice negros a los expulsados de la tierra que cayeron en los márgenes de la ciudad. Y a sus hijos. Y a los hijos de sus hijos.
Minuciosamente, supimos suprimir a lo largo de las generaciones al reverso, profundamente obsceno, de la así llamada Argentina potencia, del granero del mundo. A uno de los reversos de ese ser nacional pastoril. Bajo el nombre de negro se marca el estigma, pero en el alma, y se produce, en la historia, el borramiento del pasado y la disolución de las acciones y las masacres pasadas y presentes. Los cuerpos de quienes llevan el gen indígena y de quienes son excluidos están superpuestos e incluidos bajo un nombre que borra su (milenaria) historia política. Esos cuerpos no pueden ubicarse ni en el linaje del indio ni en el linaje del explotado: no los hizo la historia del ‘30 ni el neoliberalismo. Son negros, y los negros son así más allá de las condiciones, llevan la desviación en el alma.
En seco: no los hizo la historia. Los hizo y hace el nombre (y el desplazamiento) que se les otorga. Están, por principio, excluidos del pueblo legítimo, aquel que tiene el derecho social de hacer la política, y del público raciocinante, aquel que puede opinar. Su lugar, su inclusión, es el de la población a controlar y a asistir con caridad de todo tipo. El destino de sus acciones no es el de fundar derecho; aquello que sea la norma establecida, sobre ellos ha de imponerse. Sobre ellos cae el poder ya constituido, fuera de ellos está el poder constituyente. No se trata de que el discurso racista establezca una división; la división existe y el discurso racista la constituye y la alimenta.
Durante el alzamiento por la distribución de la renta agraria de 2008 se pusieron tres cosas en cuestión: qué es el orden civil frente a la democracia y qué es (y no es) una sedición; hasta dónde, ante quiénes y por quiénes puede el Estado hacerse el guapo; cuál es el nuevo sujeto que comanda la producción de la renta; qué tamaño tiene la porción de nuestra cultura que está constituida por el racismo. Debe ser grande esa porción. Al menos, para el que era el vicepresidente de la Sociedad Rural Argentina, ese 21 de marzo, alcanzaba para explicar la genética naturaleza de la legitimidad de la sedición de los dueños de la tierra.





*Juan Pascual vive en Santa Fe. Es periodista y docente. Actualmente, dirige el periódico santafesino “Pausa” (periódico quincenal cuyo contenido pueden leer en www.pausa.com.ar) y da clases en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral, y en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos.

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