Revista Barriletes 182 / Nov. 2016
El
abuelo Adelqui y el robot
Jesús
Fontanini
Nací
en Paraná. Soy periodista deportivo, pero nunca ejercí como tal.
Trabajo en una empresa que comercializa autos. Muchos años estuve
sin escribir y hace poco he retomado, componiendo canciones, poesías
y algún que otro cuento.
Don
Adelqui se excusaba, y con razón, acerca de la poca factibilidad de
realizar la tarea que el coronel Carlos Aguilar le encomendaba. De
sólo pensarlo, con la responsabilidad que ameritaba, deducía que
era muy poco probable una correcta y segura fabricación.
Pero
en épocas donde no se aceptaban respuestas negativas y ante el
grito: “Usted hágalo”, no existían muchas opciones.
El
coronel, en su viaje por Estados Unidos, había quedado maravillado
al ver un robot de acero y concreto, que contaba con dos grandes
brazos como toboganes; muy vistoso para plazas y parques, pero que
principalmente significaba un ocurrente divertimento para los niños.
Fue
así que pensó que la ciudad de Paraná, de la cual era intendente
interventor en el año 1976, podría tener el suyo también.
La
versión del país del norte se llamaba Giganta. Grandes patas de
cemento eran su base; en el medio de éstas, poseía una escalera
metálica por donde se accedía al cuerpo, provisto de barrotes de
hierro; en ese mismo recinto nacían las extremidades para arrojarse
al vacío; bueno, a la arena. Más arriba estaba la cabeza, que
ofrecía un espacio más pequeño, pero ostentaba mayor vértigo a
esa altura.
Adelqui
trabajaba en la sección de calderería del ferrocarril de la ciudad.
Para
llevar a cabo semejante empresa, no disponía de las herramientas e
infraestructura suficientes que poseían los norteamericanos.
Sólo
se valían de una foto del robot original para recrear, de la mejor
manera y con los medios escasos con que se contaban en el taller, una
réplica similar.
Si
bien faltaban varios elementos, a este señor y a su equipo de
producción les sobraba ingenio y tenacidad, obligados también, ante
órdenes para nada simpáticas.
Un
prolongado tiempo les llevó tamaña producción. Así y todo, la
espera tuvo sus frutos.
El
hijo de Adelqui aún conserva religiosamente los planos y dibujos que
el técnico ferroviario ideó para su posterior realización, la cual
culminó en 1981, año en que fue emplazado en el parque del Patito
Sirirí, convirtiéndose en un símbolo clásico de los paranaenses.
El
robot es casi idéntico al de la foto, salvo que el nuestro tiene un
gracioso pico de pato, dada su ubicación geográfica y por lo que
representa el sirirí como figura turística de Entre ríos, por
supuesto.
Muchos
padres que hoy llevan a sus hijos a jugar en el “Patobot”,
también lo disfrutaron en su infancia, atesorando recuerdos y
vivencias inolvidables, incorporándolo como algo muy propio en su
memoria y en el presente.
No
hace mucho, hubo rumores acerca de una posible remoción o
eliminación permanente del famoso juego. La respuesta de miles de
ciudadanos nostálgicos, movidos por su sentimiento de pertenencia,
se opusieron tajantemente y, por ahora, el gigante local continúa
albergando y entreteniendo a los chicos diariamente.
En
ese mismo lugar había un plato volador y un gran cohete, que ya
fueron descartados hace un tiempo. En cambio, el rey de las
atracciones infantiles sigue y seguirá encumbrado (así lo
deseamos), mirando al río desde la barranca.
De
los que tienen más de treinta o cuarenta años, cabría preguntarse
¿quién no se arrojó por uno de sus poderosos brazos tubulares?
¿Cuántos miles subieron hasta la cabeza y se creyeron dueños del
mundo? ¿O cuántos, como yo, hacían tal berrinche porque ir al
Patito Sirirí no era el destino elegido por sus padres en algunas
ocasiones?
Esta
genial obra podrá ser el resultado del capricho de un hombre que
gobernó Paraná en épocas oscuras de nuestra patria. Pero más aún,
es el logro de un grupo de obreros, quienes en la precariedad,
llevaron a cabo una exigente manufactura digna del primer mundo.
Este
relato lo escuché del propio Adelqui, el abuelo italiano de mi
familia, quien como muchos otros, desembarcó en nuestro país siendo
un niño.
Basta
sólo con ver los objetos caseros que ha inventado durante toda su
vida, para apreciar el ingenio puesto en cada uno de sus trabajos.
Sé
que, con más de noventa años, seguía soldando en su galponcito;
era su pasatiempo que lo mantenía ocupado y entretenido.
Hace
unos días cerró sus ojos y pasó a mejor vida.
Creo,
sin embargo, que una partecita de él, quedará inmortalizada en ese
robot y en cada sonrisa surgida, cuando con éste jueguen.
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