Viajes que duran años
Algunas
fotografías escritas de personas refugiadas en Alemania
Por
Luz Omar
De regreso de viaje, suelto algunas escrituras después de visitar
durante un mes tres espacios para refugiados: dos de ellos,
propiamente Centros de Refugiados, ubicados en las ciudades de
Bruchsal y Bad Schönberg, el otro, una institución situada en
Rüsselsheim donde jóvenes con diferentes trasfondos (migración,
consumo, prostitución, delitos menores) reciben alfabetización y/o
se preparan para finalizar la educación primaria.
En cuanto me siento excedida en términos de saber y experiencia por
la complejidad de esos largos viajes que aún hoy hace una cantidad
enorme de personas hacia naciones europeas, dejo unos apuntes de
viaje con algunas aclaraciones previas sobre la situación de la que
pretenden dar cuenta.
Desde el año 2013 viajan a Europa personas provenientes de un
conjunto de países africanos y asiáticos que atraviesan conflictos
bélicos y civiles. Los países de origen que se encuentran en la
cima de las estadísticas son Siria, Afganistán, Irán, Irak y
Eritrea. Si bien los destinos son en principio Grecia e Italia, dada
su ubicación geográfica, muchas personas intentan llegar legalmente
a aquellos estados europeos con una situación económica más
beneficiosa.
Como Alemania mostró una clara voluntad política para asistir a
quienes solicitan asilo, el número de refugiados allí viene siendo
muchísimo más alto que en el resto de las naciones europeas.
Mientras que en el año 2016 iniciaron su pedido de asilo en
Alemania más de 700.000 personas, en Italia, que se encuentra en
segundo lugar, según estadísticas oficiales, sólo solicitaron
asilo alrededor de 80.000 (información extraída de la Oficina
de Migración y Refugiados de Alemania). El Derecho Internacional
ampara a refugiados a partir de la Convención de Ginebra que tuvo
lugar en el año 1951. Allí se señala que tienen derecho a asilo
las personas cuya vida corre riesgo por razones de raza, religión,
nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social o por sus
convicciones políticas. De acuerdo al Tratado de Dublín (2013),
el pedido de asilo debe ser tramitado en el primer país donde la
persona sea legalmente registrada, lo que significa que en general
muchos atraviesan distintas fronteras con vistas a legalizarse donde
les sea más conveniente.
“Refugees welcome” es la consigna que expresa la decisión
política de recibir a los refugiados en Alemania. Y refleja también
la actitud positiva que parte de la población adopta frente al
arribo de estas personas expulsadas de sus países. Detrás de ella
se esconden preguntas sobre las posibilidades y los modos de la
integración, si bien la finalidad central de la política migratoria
alemana sea aumentar el número de trabajadores en el mercado
laboral. En oposición a ella muchos cuestionan privada o
públicamente que extranjeros reciban un tipo de asistencia
(económica, de salud y educativa) que angosta los bolsillos de la
economía alemana. Estas últimas posiciones se parecen mucho a las
quejas que oímos en Argentina sobre los planes asistenciales para
personas en distintas situaciones de vulnerabilidad. Como argentina,
me resultó posible fotografiar los entornos que recorrí y describir
allí: lo que subyace a los viajes de años que realizan los
refugiados y en general callan, la fácil asimilación y el paulatino
“olvido” de su cultura que viven los más pequeños, las
tensiones que experimentan las mujeres provenientes de grupos
culturales respetados en sus derechos desde el punto de vista de la
diversidad cultural.
1. Otro modo de viajar. Pasaron dos semanas de mi estancia en
Karlsruhe que transcurro con el interior perfumado y desgarrado a la
vez. Todas las escenas se me acumulan como un mazo de cartas que no
quiero perder: el miedo de que simplemente queden enterradas en
tierras pocos fértiles. Un pibe de Eritrea que abre su billetera
para buscar un papel. Veo una foto gastada, color sepia, con jóvenes
que posan bajo un sol intenso de verano. Inmediatamente le pregunto
si puedo mirarla. Podrían ser jóvenes de vacaciones en alguna playa
de Italia o Grecia. Pero es probable que estén en la costa del
Mediterráneo mirando hacia el futuro, hacia el horizonte azul del
mar, en alguno de los meses previos a su partida. Porque viajar no es
para ellos esperar el avión con demoras en un anónimo aeropuerto de
cualquier ciudad del mundo. Ni pedirle vino a la azafata para dormir
bien. Viajar no supone jet-lag ni revistas de líneas aéreas
internacionales que abren las páginas del mundo reluciente del
consumo, todo eso que jamás vamos a tener la mayoría de los que
viajamos, pero que flota en nuestros mares azules personales, aunque
no lo queramos. El pibe de Eritrea de nombre complicado, Tereharabi,
o algo así, me muestra la foto y me señala sus amigos muertos en el
mar. Y saca otras fotos carnet con manchas de agua que pasa
rápidamente mientras me cuenta en su correcto alemán que ése es
uno de sus amigos que también terminó su viaje en el azul abstracto
del Mediterráneo. Todo sucede muy rápido. Yo sé que ese es mi
último día ahí y que charlé con él apenas dos o tres veces desde
las superficies de la cordialidad. Todo sucede muy rápido porque en
cierto punto yo con mi espanto y él con su dolor domesticado sabemos
que ir más hondo nos quitaría aire y futuro. Las fotos de ese pibe
están guardadas en su billetera, una casita marrón de recuerdos
íntimos que ya están secos y seguro hacen más fértil el suelo que
pisa. Me siento chica entre estos episodios, leve de desgarros y
dolores. No son las palabras las que pronuncian su experiencia sino
la mirada profunda que ahora recuerdo, y la verdad de sus muertos
tocándole las ropas y los billetes con los que vive en esta Alemania
fría.
Tres años no son nada para evaluar una política migratoria
inesperada. Los ojos de la economía europea parecen estar dirigidos
hacia otros objetivos. El trabajo humanitario es una tarea
subsidiaria del crecimiento económico. Es el salvavidas que se le
tira a los que quedan atrás en la carrera, para que no se ahoguen.
Es la basura que inevitablemente se convierte en otra cosa o queda
bajo tierra o bajo el mar. Gudrun (la trabajadora social que
me alojó y coordina el Centro de refugiados que visité) me
advierte que atienda a las palabras con las que se nombra la llegada
de las cientas de miles de personas de países diezmados por la
guerra o la economía capitalista: se trata de una ola (Welle), de
una avalancha (Lavine). Las palabras no hablan de las consecuencias
de un desastre humano, sino de una catástrofe aparentemente natural,
aunque de natural no tenga nada. Porque hace rato que casi nada
tiene algo de natural. Incluso las grandes sequías que suceden en el
sur de Yemen, incluso las inundaciones y los aluviones en nuestro
país, los desplazamientos internos en Somalia y Nigeria, las
enfermedades en el interior de nuestro Litoral.
Pensemos que desde el año 2015 el número de refugiados hacia
los países ubicados sobre el Mar Mediterráneo se vino duplicando.
A nuestras casas llegan las noticias de barcos que arriban
repletos de gente a las costas de Sicilia, Lampedusa o Lesbos. Otros
inician su camino a través de los países balcánicos: primero
Turquía, después Grecia, Serbia, Croacia, o Bulgaria. Los viajes
son largos y riesgosos. Sobre la inseguridad civil que atraviesan
en las naciones de origen, ya sea por guerras, por las amenazas de
grupos radicalizados (en Afganistán Isis, en Nigeria Boko Haram) o
por gobiernos dictatoriales (por ejemplo, Eritrea), se monta una
inseguridad existencial. La posibilidad de morir en el mar, la de ser
encontrado en uno de los camiones donde se pasan días en la
oscuridad y sin alimentos, la de que el auto sea frenado en algún
control de frontera y, al fin y al cabo, el globo del porvenir se
pinche repentinamente.
2. La asimilación de las infancias. Hoy abro los ojos
pensando en Atmet. Acaso la congestión me recuerda al niño cuyo
nombre se parece a respirar (atmen) en alemán. Viajó junto a su
tío. Me cuenta Gudrun lo mucho que lloraba al principio por extrañar
a sus padres. La completa falta de perspectivas al comienzo para un
niño de apenas 7 años que no eligió que su futuro esté por
delante de sus orígenes, pero también la ola lo agarró y hace
tiempo está flotando lejos de la tierra de sus antepasados. Lo
llevamos junto a su tía llegada hace pocos días de Serbia o
Jordania. Ella no sabe nada de alemán, pero le pide al sobrino que
nos transmita que quiere empezar un curso de idioma. Alguna hace un
comentario sobre lo hermoso que es aprender muchos idiomas. Él nos
cuenta que dentro de su cabeza ahora el alemán está ubicado
adelante, el árabe en el medio y el inglés atrás.
Le digo a Volker (trabajador social que dirige el centro de Bruchsal)
que la llegada de los refugiados va a mejorar la economía alemana.
Eso me dijo Gudrun en su lectura de la decisión de la primer
ministra alemana, Ángela Merkel, de abrir las fronteras. Me mira
escéptico. En parte su escepticismo es cierto: hay algunos
alcohólicos, violentos y dealers, hay viejos que no cachan una, hay
lesionados por la guerra, hay familias musulmanas cuyas hijas usarán
burka y probablemente se casen con quienes sus padres decidan. Pero
los refugiados no dejan de ser un regalo para un estado cuya pirámide
demográfica está invertida hace años, que a pesar de los
incentivos no encuentra la forma de equilibrar. Hay una cantidad
importante de niños y niñas que hablan un perfecto alemán, a los
que poquito a poco el cuentagotas escolar les incorpora los
parámetros de rendimientos alemanes: excelencia, corrección, orden,
orden, orden.
3. ¿Integrar, callar, asimilar? El primer día que llegué a
Bad Schönberg me encontré con tres trabajadores en la oficina de
atención. En esa oficina se encuentran las actas con sus movimientos
legales y civiles. Abriendo las carpetas marrones, rosas o amarillas
puedo darme una idea de las trayectorias de sus vidas. Es un riesgo y
un acto de incorrección política oficiar de observadora encubierta.
Abrí la de algunos: Kaskol, quien una tarde armó conmigo banderines
para decorar la sala de apoyo escolar, aún tiene en su cuello los
restos de una granada que en 2013 destruyó edificios y cuerpos en el
sur de Afganistán. Él, al igual que otros, no me contará nada al
respecto.
El lugar al que llegué el primer día de trabajo en Bad Schönberg
es una oficina pública de un Bundesland (similar a una provincia)
del estado alemán. Casi todos los trabajadores que me crucé allí
no practican explícitamente compromiso político alguno, ofrecen un
servicio (Dienst). Gudrun llegó al lugar hace poco más de un mes.
Lo primero que hizo fue colgar algunos carteles que propician la
multiculturalidad y son pro-refugiados. Tienen mensajes en contra del
racismo, dibujos y nombres en alemán de objetos cotidianos. Hay
también un calendario -que me insistió que mirara- con fotografías
de comunidades de todo el mundo, llamado “Cómo viven las
personas”. Gudrun me muestra que ese es el entorno que ella intenta
construir para recibir a las personas de otra manera. Un modo de
hospitalidad que no descansa en una consigna abstracta y verticalista
“refugees welcome” y se expresa en un trato cotidiano con la
gente. No existe una desigualdad intrínseca en el vínculo, sino una
empatía, la garantía de que se está para dar una mano, pero que
también se está a la espera de aquello que inevitablemente se
presenta como otro.
4. Tres mujeres (a la salida de una clase en la institución
de educación primaria de Rüsselsheim). Ayer almorcé en un
barcito turco con tres chicas de entre 18 y 24 años, una yazidíe de
Irak y dos paquistaníes. La primera llegó a Alemania con 11 años.
A los 14 fue vendida por su padre a un tipo del que tuvo tres hijos y
por el que fue violentada durante años. La segunda cuenta con humor
el proyecto de vida que le toca: mientras tanto vivo con mi familia,
estudio, duermo, como y miro televisión, para después casarme con
el chico que ellos digan. La tercera se ríe de la ironía de la
segunda pero no me deja descifrar cuán lejos se siente de ese
proyecto de vida.
─¡Pero saben que en suelo alemán pueden casarse con quien quieran
y elegir el camino que quieran! –les digo entre imprudente y
desesperada.
Un sí rápido. Empiezan a hablar en urdu. Un poco incómoda les
comento que imagino que eso les traería problemas familiares que
seguro desean evitar. Otro sí rápido. Mahan se queja de que la
salsa de su döner es abundante y está haciendo un enchastre. Sheyma
responde que ya no las pide con salsa por eso.
Apuro una bebida turca con yogurt, sal y agua que ellas me
recomendaron como la más rica. Es ácida. Me dicen que ayuda a
dormir. También la hacen en sus casas. A mí me cuesta tragar.
Al encuentro con estas tres chicas, se suma otro con una mujer de
Yemen en un Starbucks de Darmstadt. En vísperas del 8 de marzo su
historia me desarma: mujer que sufrió ablación de clítoris, que ve
morir a su madre y un hijo en un enfrentamiento armado del que
escapaban, que escapa de una casa en Somalia para evitar que su hija
repita su historia, que pierde a su hermano en una cárcel de Libia,
que cruza el Mediterráneo con un hijo y una hija, que habla mitad
inglés, mitad alemán, que habla y parece que todavía está
escapando sin saber adónde.
Una historia efectista más, entre las otras, que sólo parece querer
producir expresiones de espanto. Pero no trabajamos para Crónica.
Frente al horror de las historias mínimas y la complejidad de la
situación política internacional, nos quedan quizás dos creencias:
sostener las acciones situadas, amorosas y conscientes, y más que
nunca, como sugiere S. Zizek, apuntar a alguna forma de comunismo
reinventado, que establezca relaciones económicas justas y al mismo
tiempo proteja nuestros bienes naturales de esta “nave espacial”
llamada Tierra
(https://www.pagina12.com.ar/37417-hacia-un-nuevo-universalismo).
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