24 de marzo / Memoria, Verdad y Justicia



El Tino

Por Gustavo Piérola (*)

         Después de unos arreglos en el sillón de sauce, que ya estaba un poco vencido por los años, el Tino se sentó frente al río como era su costumbre casi siempre por las tardes. Al sillón lo hizo su abuelo, lo heredó don Román, su padre, y cuando éste falleció quedó para él.
Los Rea fueron y son una familia de pescadores de varias generaciones. El Tino se llama Cristino Rea y desde que su memoria lo traslada a los tiempos de su infancia le dicen Tino. Jacinta González, su madre, le dio vida a mediados del siglo pasado en la isla El Caballar, sobre el río Paraná, una de las tantas islas del lado chaqueño frente a Corrientes. La fecha, eso sí que no recuerda ya que lo anotaron en 1964 cuando era muchacho. Fue el tercero de ocho hermanos y hermanas. En esa isla, y con ellos, se crió pescando, cortando sauces y pichanilla que los barcos llevaban para Rosario o Buenos Aires.
Ahora está casado con Sofía Sánchez y tienen dos hijos ya grandes, Luis Alberto y Carmen. Su principal compañero es su nieto, el Luisito. Vive en la isla Soto del lado chaqueño frente a Derqui, un paraje de pescadores del lado correntino. Soto es una isla alta con grandes árboles, muy tranquila, a la cual se accede por Vilelas en el Chaco y donde ya se ha formado una comunidad, mayormente de pescadores. Hermoso lugar, con una flora y una fauna dignas de resaltar y conservar. Aves de muchas especies, yacarés, carayás, coipos, lobitos, serpientes conviven a diario con los seres humanos en este pequeño poblado. Lo que más llama la atención en la zona son los montes de limones que se han formado solos con el correr de los años; seguramente los animales, las aves y los pájaros tuvieron mucho que ver en esa reproducción.
Esa tarde estaba bien soleada, con una brisa tan suave y calma que realmente era para disfrutarla. El Tino ya pisaba los setenta años, pero a pesar de esa vida dura en las islas no los parecía, un cuerpo fibroso, pelo oscuro, ojos marrones de anteojos infaltables, de una sonrisa sincera y de palabra fácil cuando quería. Las manos sí demostraban con una piel curtida el paso del tiempo. Luego de acomodar su sillón de sauce, se sentó a mascar tabaco y a mirar su río. Su nieto, muy inquieto, armaba un mojarrero como siguiendo la tradición familiar. Garzas, patos, biguaes, bandurrias, gaviotines, adornaban un paisaje sin igual; al frente, las barrancas correntinas eran el telón de fondo de semejante belleza. Algunas cardenillas y boyeritos picoteaban los restos de la carnada de Luisito cuando éste se distraía pescando.
Muchos no sabían el porqué, ni siquiera su mujer ni sus hijos: el Tino, cuando pasaba algo flotando en el río, se quedaba mudo e inmóvil y lo seguía con una mirada profunda, muy serio, hasta que lo que fuera, se perdía en la siguiente curva.
Se estaban yendo los calores del verano, mediaba el mes de marzo. El Tino siempre llevaba su pequeña radio con la cual escuchaba algún partido de fútbol, las noticias, la altura del río y especialmente algunos chamamés. Esa tarde escuchó que mencionaban el feriado del 24 de marzo y el Día de la Memoria. Se quedó más quieto todavía y esa radio y ese río lo llevaron, sin quererlo, cuarenta años atrás cuando muy jóvenes salían todos los amigos a pescar para ayudar a las flacas economías familiares: el Oscarcito Monje, con José Monzón, con Pablo “Valecho” Sánchez, con Miguelito Borda, Martín Molina y tantos amigos más que vivían en las islas.
En aquella época, mientras se turnaban pescando y pasando el mallón de arrastre, los que quedaban en el arenal que se había formado junto a la isla El Talar armaban partidos de fútbol con arcos improvisados con varas de aliso.
Pasala tragón le gritó Miguelito al Negrito Maidana, que no largaba una pelota toda deshilachada.
El Negro levantó la cabeza y lo vio a Tino parado frente al arco, en una posición muy clara para el gol. Para él fue el pase, la pelota le pegó en la espalda y Tino ni la miró, tenía la vista fija en la corredera del río.
Otro más dijo rascándose el barbijo y con los ojos grandes marcados por la angustiaqué lo parió, otro más.
El partido se paró y todos se acercaron a la orilla. Un cuerpo desnudo se deslizaba por la correntada flotando boca abajo junto a unos camalotes.
¿Qué hacemos? preguntó Valecho─. ¿Lo llevamos o lo enterramos?
¿Vos querés que te caguen a palo de nuevo en la Prefectura y que te tengan otra semana encerrado? Ni locos, lo enterramos dijo muy firme Oscar.
Más de cuarenta años después, el Tino seguía esa tarde en su viejo sillón recordando lo que durante tantos años no podía olvidar. Historias tremendas del día a día que lo marcaron para siempre. Cuerpos que llegaban todos los días del norte, de la zona de Resistencia y Corrientes. Esa pequeña radio lo estaba trasladando nuevamente a la muerte, a esos años oscuros cuando una juventud fue masacrada por pretender otro país, a esas historias de terror que él y sus amigos vivieron con sus propias manos, con sus propias angustias, con su propio dolor.
Recordó aquel cuerpo tan joven, desnudo, con el vientre abierto, sin dedos, que entre todos enterraron en esa isla junto a la canchita de fútbol en la playada.
Recordó, esos dos niños -mujer y varón- de no más de ocho años abrazados frente a frente, con los ojos abiertos, envueltos en plásticos y en una gasa con yeso que se fue diluyendo con el agua. Recordó ese entierro muy juntitos con la gasa colocada como sábana en el fondo de una tumba improvisada y rápida y unas monedas en los ojos, siguiendo creencias, como para que no vieran lo que les estaba pasando y esa pequeña cruz de sauce y esa vela gastada.
Y aquel otro con la cadenita de Santa Catalina, que enterraron en El Talar. Y la jovencita de unos quince años. Y aquel que pintaba canas y también con los dedos cortados, el vientre abierto y marcas en las muñecas y en los tobillos. Y los que entregó a Prefectura el viejo Apolinario Barrios y que fueron al cementerio de Empedrado. Y los que encontraron más al norte en la isla La Hormiga frente a El Sombrero o los de Palo Blanco en esa zona.
Y el de la isla La Nora. Y el de la camisa azul con cuadraditos negros y zapatillas. Los que enterró el paraguayo Nojina y el viejo Sánchez río abajo. Y los que vio pasar y cuenta don Alfonso Molina y que seguramente se fondearon en El Ancho o en los remansos de la Isla Salomón, o el cuerpo que él mismo entregó a Prefectura envuelto en una tela marrón. Y aquella mujer rubia que enterraron río abajo en el islote, lugar que quedó bautizado como La Finada y que ellos dicen escuchar sus lamentos por las noches. Y aquellos dos atados con alambres, espalda con espalda, con agujeros en la nuca. También aquellos dos jovencitos que se engancharon en el mallón del Carpincho Roldán y a los que éste dejó que siguieran su viaje por miedo a los prefectos. O esas dos mujeres que encontraron entre las piedras y que entregaron a la Prefectura y les costó días de calabozo y malos tratos.
Pensó en todos los que habrían pasado río abajo en la soledad de las noches metiéndose entre riachos y lagunas.
El Tino no soportó tantas muertes, no podía mirar más hacia el río, cada bulto que pasaba flotando era una puntada en el pecho. Sabía del horror que se estaba viviendo en el país y por eso se fue. Lo paralizó el miedo y se fue. Estuvo más de diez años viviendo en un campo, trabajando como peón y cuidando animales, lejos de su río.
Cuando los militares ya no estaban decidió volver a sus islas, a su río y seguir su vida en el lugar que más amaba. Se encontró nuevamente con sus amigos, pero ya no hubo más salidas a pescar en grupo, ya no hubo más fútbol, quedaron atrás esas aventuras juveniles en varias canoas, y ese horror vivido por todos en ese corto período de dos o tres años, pasó a ser un secreto guardado en lo más profundo que el espanto pudiera permitir. El miedo a represalias a ellos y a sus propias familias fue el premio por haber rescatado a esos jóvenes arrojados al río.
Ellos sabían de masacres, de jóvenes militantes presos, torturados, asesinados, exiliados y desaparecidos y estaban seguros que los que entregaron y los que enterraron eran parte de esa generación de chicos que soñaron y lucharon por otro país, por una sociedad nueva, más justa, por una mejor patria para todos, sueño del cual estamos cada vez más lejos.
Sabían de las Madres, de las Abuelas, de los familiares buscando todavía restos, todavía nietos, todavía justicia, sabían de las marchas, de los homenajes, de las placas, las baldosas, las plazas, las calles, de los monumentos recordándolos en todo el país como el de Margarita Belén y la cruz de quebracho, y pensó en esas pequeñas cruces de sauce que les regalaron en silencio a cada uno de esos cuerpos enterrados en la soledad de las costas e islas. Ese fue el homenaje de ellos, de quienes viven en el río, de quienes viven del río. Cada uno de esos lugares donde quedaron esos jóvenes pasó a ser un santuario para sus rezos, para sus plegarias, para sus pedidos de una mejor pesca, de una mejor vida, tan negada por una sociedad que está rendida, que no despierta.
Tino seguía sentado en su sillón pensando tal vez cómo sería este país si todos esos chicos estuvieran vivos. Tenía la vista fija en esas aguas marrones que lo vieron nacer, que le dieron tantas alegrías y tantas tristezas, y esa tarde, mientras el sol bajaba a sus espaldas, unas lágrimas le hicieron brillar más aún esos ojos oscuros marcados por el dolor de los recuerdos.
Memoria, pensó, qué dura y necesaria es la memoria para no olvidar; apagó la radio, se secó las lágrimas, dejó su sillón y se fue a mojarrear con su Luisito, se sentó junto a él en el albardón, lo abrazó más fuerte que nunca y le contó la leyenda del pacaá antes de que cayera la noche.

(*) Gustavo Piérola nació en Paraná, Entre Ríos. Es Docente. Es hermano de Fernando Piérola, fusilado en Margarita Belén. Participó de la escritura del libro La risa no se rinde junto a Carlos Aranda, Eduardo Ayala, entre otros. Y es autor del libro Amanecer sin pájaros. Algo más que cuentos.
        Nota del autor: Hace más de cuarenta años que buscamos los restos de Fernando y sabemos que definitivamente después de fusilarlos los tiraron al río. Hace ya unos años que un hijo mío vive en Empedrado, Corrientes y él se ha dedicado a investigar entre pescadores e isleros y lo hemos acompañado cada vez que podemos. De esas idas a las islas han surgido estas historias como la de Tino y por la invitación a escribir del equipo de esta revista, quise relacionarlas con este relato. Es lo que tenía adentro y realmente lo escribí con el corazón. Abrazo y gracias por permitirme compartir este hermoso espacio llamado Barriletes.



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